FOTO: Mari Andrew’s artwork is motivated by self-exploration. (Instagram: bymariandrew)

Estoy en la mitad de unas vacaciones espectaculares. Sol, alberca, comida, descanso, inspiración, familia, diversión. Llevo seis días de la más pura felicidad. Me siento afortunada, consentida, relajada. Voy al baño por un kleenex, me estoy sonando y de pronto me llega una imagen de la amiga que acaba de morir. Mi primer pensamiento es: No puedo creer que ya no estás. No puedo creer que ya no tendrás estas vacaciones con tus hijos. No puedo creer que sí te moriste. Que sí te ganó la enfermedad. Se me estrangula el esternón, tanto que ni siquiera pueden salir las lágrimas. El siguiente pensamiento eres tú Paulina. No puedo creer que ya no estás. No puedo creer que no verás esto nunca. Que no vas a poder comerte este pan, o ver este sol, o estar aquí conmigo.

Ahora sí, sí que salen las lagrimas, sollozos y mocos. Ahora sí.

Me ha sido más fácil tocar la reciente pérdida de mi amiga que la tuya. Pareciera que la muerte de María movió todo lo que nos perdimos nosotras.

Siento bastante ridículo el no creer que te lo perdiste si llevas 29 años muerta. Supongo que cuando te quedas atrapada en la negación, no te caen ese tipo de veintes. Supongo que al ver que siempre no se curó mi amiga, me contacto con aceptar que siempre no te curaste tú tampoco. Me aferré a que la hacías, a que te curarías, con toda la fantasía de una niña de nueve años. No creía ya en Santa Claus, pero sí creía que existían los milagros. Aunque veía como te marchitabas, como perdía pedazos de ti cada día, en mi fuero interno pensaba, mañana va a amanecer mejor. Mañana seguro que habla. Mañana seguro que juega. Ni en tus últimos días pensé que te morías. Ni cuando te moriste pensé que te morías. Ahí te guardé. Ahí te congelé. Mi corazón se quedó durante los últimos veintinueve años en un «mi hermana no está muerta».

Por fin me atrevo a decirlo, con el corazón. No con la boca, no con la cabeza, no como quien narra los pendientes de la compra del súper. Mi hermana Paulina está muerta. Estás muerta. Ya no estás. Te lo perdiste. Te perdimos. Te perdí. Al menos perdí a la hermana que respira, ahora tengo a la hermana que vive dentro de mí. Ahora me doy cuenta que vives en ese dolor que me toma por sorpresa cuando estoy viviendo un momento de absoluto placer. Como lo son estás vacaciones, un paisaje espectacular, las palabras de cariño de una amiga, el abrazo de mis hijas.

Te me apareces de la nada, y no me queda más que llorar, más que aceptar, más que despedirte. No puedo creer que ya no estás, me gustaría mucho que estuvieras aquí, sana, que nadaras conmigo, que conocieras a mis hijas, que me dieras un abrazo. Me gustaría mucho.

Te extraño. Te quiero.

Decidí darme veinte minutos después de la oleada que me llegó cuando fuí por los kleenex. Escribir, explorar, hablarle a Paulina como me recomendó la terapeuta. Llorar. Sentir. Despedirme. Abrir un nuevo canal de comunicación, una nueva forma de llevar conmigo a Paulina. Me sentí rara al principio, pero siento que funciona. Seguramente cada persona tenemos nuestra propia forma de expresar, la mía es escribiendo o dibujando. Si tu forma es hablando, bailando, corriendo, meditando, no importa. Si sientes que está atorada tu pérdida, cuando te asalte el recuerdo, la tristeza, el enojo, explóralo, exprésalo, es la única forma de ir sanando.

*

No soy experta en la pérdida, pero sí ha sido algo que ha informado mucho de quien he sido y tratado de no ser. Estoy tratando de reconstruir mi historia para adueñarme de ella. Quiero dedicar esta sección a todas aquellas personas que perdieron algo o a alguien. Particularmente en una época en la que poco se sabía o hablaba del duelo. Quiero iniciar una conversación para quienes durante algún tiempo, han tenido atorada la pérdida y que estén trabajando por acomodarla y asumirla. Espero que mis textos nos den algo de paz y respuestas.