Ana creció en una familia de mujeres, fue a escuela de puras niñas y definió su autoimagen con una combinación de lo que los medios le decían que tenía que ser y las conversaciones desaprobatorias tan comunes en los encuentros entre mujeres. «Soy una marrana», «Qué cachetes tengo», «Con esta nariz de cacahuate no me va a hablar por teléfono nadie», eran algunas de las millones de frases agresivas e injustas con las que se hablaban a sí mismas y a otras las mujeres de la historia de Ana. Con los años, Ana se fue encontrando a gusto con su propia piel. Madre de tres hijas, con limitantes económicas como casi todo el mundo, Ana fue haciéndose se trucos para verse y sentirse increíble con poco tiempo, poco dinero y siendo ella misma.
De repente sus fines de semana eran ayudar a la prima y a la vecina para un evento, una entrevista, un divorcio, de repente Ana se dio cuenta que había mucho por hacer para despertar a las mujeres de la tonta fantasía de querer verse como las modelos, sacarlas de la tontería de sentirse feas y ayudarlas a redefinir la belleza como algo que indudablemente vive en ellas.