LA ADICCIÓN DE LEVITAR
Hay algo extraordinario en el lenguaje y su conexión con las emociones. Frases que un día vuelan por arriba de mi cabeza, otros días, se me quedan clavadas en el corazón. Uno de los primeros párrafos de la novela La Soledad de los Números Primos de Paolo Giordano me sacudió y se quedó conmigo durante varias semanas.
“Seguro que fue por la leche; seguro que fue porque el trasero se le medio congeló de estar sentada en la nieve a más de dos mil metros de altura. Nunca le había pasado, al menos que ella recordara, nunca, pero el hecho es que se lo hizo encima. Se lo hizo encima. Y no sólo pipí; también se cagó, a las nueve en punto de aquella mañana de enero; se lo hizo en las bragas y ni siquiera se dio cuenta, no hasta que oyó a Eric llamarla desde algún punto impreciso en medio de la niebla. Fue entonces, al levantarse bruscamente, cuando notó que la entrepierna del pantalón le pesaba. Instintivamente se llevó la mano al trasero, aunque con el guante no sintió nada. Tampoco hacía falta, bien sabía lo que era.”
Hay párrafos que te hacen desear ser escritora. Que te llevan de golpe a la computadora. Con los cuales resulta inevitable frenar el deseo de escribir. Como la primera página de Corazón tan blanco de Javier Marías.
«No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados. Cuando se oyó la detonación, unos cinco minutos después de que la niña hubiera abandonado la mesa, el padre no se levantó en seguida, sino que se quedó durante algunos segundos paralizado con la boca llena, sin atreverse a masticar ni a tragar ni menos aún a devolver el bocado al plato; y cuando por fin se alzó y corrió hacia el cuarto de baño, los que lo siguieron vieron cómo mientras descubría el cuerpo ensangrentado de su hija y se echaba las manos a la cabeza iba pasando el bocado de carne de un lado a otro de la boca, sin saber todavía qué hacer con él. Llevaba la servilleta en la mano, y no la soltó hasta que al cabo de un rato reparó en el sostén tirado sobre el bidet, y entonces lo cubrió con el paño que tenía a mano o tenía en la mano y sus labios habían manchado, como si le diera más vergüenza la visión de la prenda íntima que la del cuerpo derribado y semidesnudo con el que la prenda había estado en contacto hasta hacía muy poco: el cuerpo sentado a la mesa o alejándose por el pasillo o también de pie.»
Es un hecho que todos los que tenemos alma de escritores, todos los que vibramos con las palabras, vivimos cazando frases, buscamos palabras. Porque como los sabores al paladar, las palabras nos sacuden, nos ponen el corazón de cabeza, nos hacen sentirnos vivos. Y como toda buena droga, siempre queremos más.
Los domingos, traen consigo la columna semanal de Juan José Millás. Me parece especial e interesante el texto que resulta de la imagen que elige. En un esfuerzo por ampliar los temas de los que escribo, me he propuesto, responder – también semanalmente – con otro texto a la imagen y/o al texto de su columna.
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