7 de febrero del 2019.

Vivo la vida como en película de suspenso. Combinada con acción y mucho drama. Voy adivinando la siguiente escena con la incertidumbre del que no tiene el control de su historia.  Le doy el poder al más insignificante evento cotidiano; de elevarme la presión y aflojarme las piernas. La ausencia de una llamada me hacer pensar en un accidente, el movimiento de mi silla en otro temblor como el del 19, un paseo escolar, en la película de “Speed”.  Vivo, comiéndome las uñas y con ellas, los momentos más padres de mi vida. Preocupada, agobiada, con el nudo en la garganta como si mi vida estuviera en constante peligro.   

Se me olvida la ley del posible y probable. Sí, sí, es posible que caiga basura espacial y me mate, aunque es realmente poco probable. Es posible que me asalten, pero poco probable que acabe mal. Muero de ganas de soltar, de dejar de agobiarme, de darle tanta cancha al miedo, pero siento que el momento en que suelte, me va a pasar todo. La posibilidad de que algo malo me pase, es más grande.

Odio ser vulnerable. Odio ser humana. Odio estar rodeada de humanos, de que la vida sea como decía Forrest Gump, una caja de chocolates. Odio pensar que no la tenemos comprada, me da muchísimo miedo perder o perdérmela. Pero no es vida. Me duele la panza. Me duele la cabeza. Me pesa el corazón. Que rico sentir que se mueve el piso y no agobiarme. Saberme en la ciudad de México y no apanicarme. Quisiera poder recuperar la capacidad de los niños del aquí, del ahora, de estar, sin pensar, sin sufrir, sin vigilar, sin controlar. Voy a tratar.