9 de febrero de 2019
Desde hace una vida voy a terapia. Hay quienes no perdonan el ejercicio, hay quienes no perdonan meditar, mi paz, es la terapia. A diferencia de quienes lo ven como «estar loco», yo lo veo como ir con un experto en pensar, en entender el mundo y las emociones con una perspectiva mas sana y objetiva. Así que por eso voy religiosamente cada semana. A veces me sirve para conocer más, a veces para tomar una desición con más cabeza, pero en general, me ayuda a «entrenar», a practicar pensar y sentir con más salud.
Desde hace unos meses, estamos trabajando mi sistema familiar. La estructura de la que vengo, el lugar que ocupo en mi familia desde que soy niña y que por obvias razones, ya no aplica. Especialmente viniendo de una familia en la que hubo una historia de años de preocupación y enfermedad. Hoy, treinta años después, la historia ya no es de enfermedad, ni de estrés, y sin embargo seguimos como en piloto automático, sigo, en piloto automático, «cuidando a mis papas». Me estoy dando cuenta que de niña sentía que mi mamá estaba triste y mi papá cansado. Desde niña he sentido la necesidad, o al menos intentado «quitarle lo triste a mi mamá», «quitarle trabajo a mi papá, o contribuir con dinero o minimizando gastos, para que no trabaje tanto». Todo desde las fantasías de una niña de 6,8,10 años. Fantasías que a mis casi 40 siguen enterradas en lo más profundo de mi memoria emocional.
El trabajo es ahora que lo hice consiente, darme cuenta que nunca fue necesario hacerlo, y ahora es cero justificado pensar que es necesario. Ni mi mamá está triste, ni mi papá cansado. No me necesitan. No tengo que cuidarlos. En esto voy a trabajar.
De lo que me hizo consiente este hallazgo personal, es de la responsabilidad que tenemos como papas de no cargar a los hijos. Especialmente cuando son niños. No hablo de no estar tristes, o enojados, o preocupados. Hablo de dos cosas. La primera, cuidar la frecuencia, intensidad y contenidos de la expresión de los sentimientos negativos como preocupación, tristeza, cansancio. Creo que de repente demostrarles que nos sentimos así se vale, de repente no es si quiera posible esconderlo, pero creo que la clave es «de repente», nuestros hijos no son nuestros amigos, no son de nuestro tamaño y no somos para ellos lo mismo que para nadie más en la vida. Los hijos, en un segundo, darían todo por nosotros, por hacernos sentir bien. La ansiedad y miedo que les causa percibir a su pilar «romperse» es carísima. Segundo, creo que es acompañar con palabras las expresiones de angustia, enojo, cansancio. Explicar que no es gran cosa, que estamos preocupados pero confiados en que se va a arreglar, o cansados pero seguros que pronto vamos a poder cargar pilas, transmitir que estamos a cargo. Mejor aún, estar a cargo.
Tenemos una responsabilidad, como la de las mascarillas del avión, de ocuparnos de nosotros mismos, antes que de nuestros padres, hermanos, parejas, de nosotros, para que así podamos liberar de esa responsabilidad (que no le toca para nada) a nuestros hijos. Tenemos la responsabilidad de ser felices, de aprender a confiar en que la vida se acomoda, en que las cosas salen, en que podemos con lo que venga. Tenemos la responsabilidad de descansar, de agradecer, de darle sentido a nuestro trabajo para vivirlo con ganas. Tenemos la responsabilidad de disfrutar.