7 de marzo de 2016

Hace veinte y pico de años me cambiaron de escuela. Pateando y gritando, llegué a una ‘horrible escuela de monjas’, donde no conocía a nadie y seguramente nadie me iba a caer bien. Desde entonces, todos los días, y cada día más, agradezco haber llegado ahí. En ese nuevo colegio conocí a mis amigas. Muchas de las cuales en un principio no lo eran. Nuestro grupo se ha ido nutriendo en todo el sentido de la palabra. Cada día somos más, somos más cercanas, somos más completas, somos más auténticas, somos más. Parece mentira las tonterías por las que decidía, al menos yo, que me llevaba o no con alguna. Hoy, cada una, a su manera, me ha enseñado la delicia que es saber que cuento con ella. Siempre presentes, divertidas, diferentes. Pieza clave sobre todo en esta etapa en la que hay días sumamente difíciles. Épocas en las que siento que no doy una como mamá, en la que me caen gordas mis hijas, en las que por lo mismo, me agarro de la greña con Toño. No se imaginen que son casadas y con hijos. Para nada. Su apoyo va por que en algunos casos, como mamás, me entienden, pero en otros, porque me quieren, me aguantan, me escuchan, me apoyan, me motivan a saber que el mal rato va a pasar y que mañana, será otro día.

Tener amigas, hace toda la diferencia, nos da chance de desmoronarnos sin rompernos, de sabernos humanas, de sentirnos vulnerables. Nos da chance de desahogarnos y ver la vida con nuevos ojos, con nuevas ganas.

Tengo tanta suerte que a lo largo de la vida, he creado amigas nuevas. En los lugares menos esperados como la chamba, la familia política, y hasta el colegio de mis hijas.

Lo único que quiero decir con este post, es gracias. GRACIAS. Las quiero con todo el corazón, las admiro, hacen una enorme diferencia en mi vida, soy una macro suertuda, sepan que aquí también estoy, cuando necesiten, para reír, gritar, llorar, o beber. GRACIAS, GRACIAS, triplemente GRACIAS.