Dice mi mamá que fui una hija muy deseada, que desde el día que llegué he sido su compañera, su apoyo y una fuente de satisfacción y orgullo.
Nací la segunda, 4 años después de la hija mayor.
Llegué gracias a un acto de fe y de valentía de mis padres. Paulina, la primera, nació con una serie de defectos de nacimiento que se fueron revelando durante el primer año de vida.
Después de entender el cuadro, adaptarse a su inesperada realidad de padres y «asegurarse», (hasta donde la medicina de los 70s permitió), que no se repetía, se animaron a tener otro bebé. Esa bebé, fui yo.
Nací con los 10 dedos de las manos y de los pies. Sana. Bonita. Completa.

Dice mi mamá que el embarazo fue fácil y el parto rápido, que lo único pesado fue que nací en invierno. Como es friolenta, se moría de frío de darme de comer en la madrugada.

Creo que mi primer apodo fue boti, bo, boooo, por botija, por redondita. Crecer en los 80s significaba crecer en una época de bastante menos diplomacia que ahora. El trato era bastante más directo y «rudo» que ahora. Se valía comentar las características físicas, intelectuales y emocionales del otro, especialmente de los hijos. Si eras gorda, te decían boti, si eras chaparra, te decían tachuela. Y mi papá, era un papá de la época. Me tomó años entenderlo, fue hasta que estaba bien entrada en la edad adulta que pude leer por encima de los apodos y la crítica, que mi papá me quería tal y como era, o al menos, a pesar, de como fuera.

El día que nací, por suerte nací sana. Fui un regalo para mis papás, un respiro de aire fresco, una promesa de ligereza, la clase de arte después de la de cálculo. El compromiso implícito que sería la que no daría problemas, la que no causaría olas, la que no sacaría sustos.
El día que nací, llegué a ecualizar la balanza de lo «normal». Durante algunos años, pudimos jugar a que todo estaba «bien». Tuve la libertad de ser (al menos para los demás) simplemente: la menor, la segunda, Boti, María Fernanda.
Llegué a una familia con un rol bastante definido, como creo, nos pasa a casi todos. La gran tarea, creo, es, cuestionarlo, redefinirlo, apropiarlo. Dejar de vivir lo que creemos que esperan, y escribir la vida que queremos para nosotros. Como estoy escribiendo esto a mis cuarenta, me es bastante más fácil decirlo que a los treinta, o quince o diez. Hacer consciente el lugar al que llegué, el rol con que nací, me ayuda a entender mucho de cómo soy, de cómo entiendo el mundo, sumando ahora, la libertad de saber que eso no me define pero me explica.