7 de julio de 2018
Ayer tuvimos un plan con amigos en la casa, amigos que queremos muchos y con los que disfrutamos muchísimo hacer plan. Acabé cansada por la hora, por el ruido y por el día profesionalmente intenso que había tenido, así que no estaba 100% de buenas. En general, soy más bien impaciente, no me gusta el ruido y con el cansancio la ya corta mecha se hace más chiquita. El caso es que me fui a dormir cansada pero con una sensación rara, como de malestar. Soñé algo, que no logré acordarme, y sigo sin poder ubicar, pero el caso es que lloré y lloré. Ahorita en la mañana, estuve como media hora con los ojos cerrados tratando de ubicar la emoción del sueño, tratando de rastrear qué soñé o qué sentí. Lo que capté es algo abstracto.
Creo que lo que sentí en la boca del estómago anoche fue culpa. Lo que lloré en la noche fue miedo al abandono, a no ser querida.
Mi traducción detectivezca es la siguiente:
Por alguna razón he aprendido o crecido con la idea de que la frustración y el enojo, la impaciencia, el mal humor, son sentimientos malos. De gente fea. Sentimientos que desde el primer momento en que los sienta, debo luchar con uñas y dientes contra ellos. «Aquí no se sintió nada». Porque la gente que los siente es fea y nadie la quiere.
A cada rato siento culpa. A cada rato me siento sola, como que le caigo gorda a todo mundo. A cada rato me tacho de cagante. Hoy por hoy, por suerte, me dio cuenta con la cabeza que son tonterías. Que no soy cagante, o al menos eso intento, que sí me quiere la gente. Pero la boca del estómago no lo ha captado. Sigo teniendo un reflejo inmediato de autocrítica al momento en el que experimento sensaciones negativas.
Lo peor, es que me di cuenta que lo mismo le hago a las niñas. Lucho con uñas y dientes contra sus expresiones de enojo. Mi reacción inmediata es de shh shh shh shhhh, ¿qué pasa?, ¡bájale!, ¡cálmate!
Por lo menos me di cuenta. Creo que es algo muy de nuestra generación. Esto de aceptar todas las emociones es totalmente nuevo, al menos en mi familia, lo veo en mi y lo he platicado con mi mamá.
Por lo menos caigo en cuenta que el espiral de «nadie me quiere», «soy odiosa», arranca con mi cerrazón hacia emociones negativas. Ahí empieza. Ahí tiene que acabar. Estaré más consiente de la expresión de mi enojo y de mi frustración. Me aseguraré de expresarlo sin lastimar, me daré permiso de demostrarlo. Dejaré de regañarme por ser humana, por no ser un cascabel. Espero poder confiar en que no me quedaré sola. En que nadie dejará de quererme. Nada más de leerlo me doy oso, me sueno azotada, que gueva, pero de verdad las emociones más intangibles, los mecanismos más inconscientes, los que traemos desde siempre, son los que nos dan más lata en el día a día y ni nos damos cuenta. Al menos en eso estoy trabajando, y de ahí a mi hipótesis personal, y mi reto como mamá.
Quiero hijas que se permitan sentir todo el rango de emociones sin juicio y sobre todo sin miedo a dejar de ser queridas.