6 de enero de 2016
A veces, el más cotidiano de los detalles da paso a una revelación transformadora.
Nunca le había dado importancia, ni mucho menos cuestionado, mi resistencia a ponerme crema en el cuerpo. Sin molestias físicas o razón alguna, desde que me acuerdo, me he negado rotundamente a «tan absurda práctica».
Hoy, platicando con una amiga particularmente adepta al ritual de una buena encremada después del baño, me dijo una frase que se quedó conmigo – encremarme después de bañarme y enseñárles eso a mis hijas, es un regalo a su cuerpo. Es enseñarlas a consentirlo y cuidarlo. –
Llegando a mi casa, me tomé un baño más largo de lo habitual y me encremé. Junto con las embarradas me cayó un veinte. Por fín entendí lo que tanto detestaba del tema. Significaba un regalo: de dinero, al comprar y gastar el producto. De tiempo, al tener que aplicarla y dejarla secar un poco. De espíritu, al colocar algo tan «poco eficiente y productivo» como mi simple bienestar, al centro de la ecuación.
Hoy me puse crema como símbolo. Valoré la importancia de regalarme momentos de absoluto apapacho. De cuidarme. Repensé el lugar de la eficiencia, que tan alto jerarquizo en mi vida.
Mañana pienso volver a encremarme. También pienso bajarle dos rayitas a la prisa, a la eficiencia, al jerarquizar tan alto los resultados. Quiero estar más alerta al impacto en la calidad de vida que tiene llegar a una meta a costa de lo que sea. Quiero aprender a jerarquizarme a mí, más seguido.