4 de junio de 2018
Los últimos seis meses he tenido poquísimo trabajo, cumplí 40, dejé de ser el centro del universo (al menos en gran parte del día) para mis hijas y empecé a sentir que me sobraba tiempo.
Que tiraba el tiempo.
Que disfrutaba el tiempo libre.
Para alguien educada, en que estar ocupada es sinónimo de valía, en que no tener un minuto libre significa aprovechar la vida, el tiempo libre, la calma, el hacer lo que «quiero» no lo que «tengo» que, pica. Pica. Me da pena, me da culpa, me da angustia.
Curiosamente, defiendo «intelectualmente», que el trabajo de ser mamá es ultra demandante, que es trabajo, que es importante, que no es «nada». Regaño a mis amigas cuando dicen «no hago nada», es que yo «no trabajo». Las corrijo, valoro igual el tiempo de las profesionistas que el de las mamás de tiempo completo. Pero hacia mi, me regaño si no produzco, me caigo gorda si no corro. Me buleo por estar de «señora de las lomas».
Necesito recordarme que se vale, se vale tener un respiro, se vale disfrutar esos días en que todo jala, en que los hijos fluyen, en que la vida es calma, en que podemos darnos un café, una novela, un atracón de netflix, una visita al museo, una mañana en pijama. Se vale estar, ser, gozar, sin corretear la chuleta, o el crecimiento profesional. Pero mi jodona autoexigencia no calla. Con cada «siguiente capítulo», oigo el puesto de alguna amiga picuda, me la imagino en una reunión, o autorizando algo, o presentando a un cliente, y me siento floja, que se me va la vida. Se me olvida que he trabajado mucho para poder estar así, aquí, hoy, en esta etapa. Se me olvida, que aunque no hubiera trabajado mucho para estar así, aquí, así, se vale. Se vale. Se vale estar en la grande, aunque me pique.