La última vez que anduve en bici fue en casa de mis papas cuando tenía diez años, es decir, hace treinta. Mi bici era de esas que tienen unas tiritas de colores pegadas al manubrio, el freno era de pedal, tenía que pedalear hacia atrás para bajar la velocidad. Andaba en el patio, daba vueltas. Nunca anduve en la calle, o en una pista, o en algún parque. No fui tan fan de la bici que pidiera que me sacaran, o al menos no me recuerdo pidiendo. Pasaron los años y nunca tuve la inquietud de comprar una bici o de organizar un plan en ella. Con el nacimiento de las niñas, regresó a mi la imagen de la bici como símbolo de conexión entre dos generaciones, como el regalo de independencia y diversión que damos a los hijos cuando les enseñamos a andar en ella. También como símbolo de proyecto en familia, como juego de mesa, algo que podemos hacer los cuatro.
Primero, me encargué de que las dos niñas tuvieran bici, después de hacer venta de lo padre que es andar en bici, seguido por esfuerzos (grandes esfuerzos) por sacarlas a andar en bici. Una a la vez, sin rueditas, ayudando a equilibrar, balanceando desde el asiento, desde abajo de los brazos, recibiendo pedalazos en la pantorrilla, destrozándome la espalda. Haciendo algo ajeno a mi, a lo que conozco y a cómo me criaron, impulsada por el sueño de ser una de esas familias que admiraba de niña. Activas, ligeras, risueñas, divertidas. Los intentos de enseñar a andar en bici fueron sustituidos por la búsqueda de escuelas de bici. Eventualmente, lo logramos. Una mañana, por fin, la menor, decidió que ése día iba a aprender, que ése día, lo iba a lograr, y lo hizo. Todavía me acuerdo cómo sonaban sus carcajadas mitad miedo, mitad emoción, mitad incredulidad de ir rápido, sola, libre. Creo que a las dos se nos salieron unas lagrimitas.
Para mi, enseñar a andar en bici es significa cumplir la promesa que me tengo de no sentirme cómoda. De empujarme a ser la mamá que quiero ser por sobre la que soy. De base, soy la mamá aprensiva que vive apanicada de que algo le pase a mis hijas. Me da pavor que se me mueran. No veo calles, veo atropellados, no veo árboles, veo descalabrados. El día que dije que les quería enseñar a andar en bici, era para irnos en bici en familia. Aún cuando me da pavor el plan, cuando tengo que acordarme cómo andar en bici, cómo confiar en que no nos vamos a morir en el domingo de bicis de reforma o en el cruce rumbo al colegio. La promesa de que llegaron a una familia en la que se enfrentan los miedos.

Ayer, por primera vez, salimos a andar en bici en familia, confieso que tenía los ovarios en la garganta, mi voz se hacía aguda y gritona en los cruces, cuando llegamos al avenida principal cerrada para las bicis, no me atrevía a meterme. Me tomó un par de minutos, por poco me rajo, pero me animé. Esta vez, las carcajadas de felicidad, incredulidad, miedo y libertad, eran mías, eran internas, pero ahí estaban. Despacito iba Inés adelante de mi, despacito la seguía yo. Dando instrucciones para que mantuviera su carril. Satisfecha de estar tocando un sueño. Orgullosa de demostrarme que soy esa, la miedosa, la exagerada, pero también la valiente, la que se empuja, la que no permite que sus miedos la paralicen. Toño cuidando a Inés de lado, siento que él, viviendo la escena como algo más normal, más equis, pues al final, el creció en una de esas familias «normales» que tanto admiré a distancia. Será tema de otro día, pero me costó mucho trabajo admirar su historia sin envidiarla gacho.
Llegamos hasta el ángel. Regresamos desde el ángel.
Anduvimos en bici. Sentimos miedo. Nos asustamos. La disfrutamos. Pedaleamos.
Cada día estoy más convencida que sentir miedo, pena, asco, inseguridad, frustración, no es grave, tampoco define el futuro ni nuestras capacidades. Lo que nos limita es el lugar que le damos, el poder de paralizarnos. No importa si es despacio, no tiene que ser un acto de valentía radical, o sostenido. Lo que nos hace movernos poco a poco, lo que expande nuestra zona de confort, son las pequeñas victorias. Son esos pasos que vamos dando en pos de la vida que queremos. Es decir que sí, de vez en cuando, cada vez más seguido, cada vez más rato. Es irnos acomodando a la sensación de incertidumbre, de incomodidad, conocerla, hacerle un güequito. Es fluir con lo que somos y lo que no, empujando poco a poco nuestros límites.
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Quiero dedicar mis textos a quienes no dejan de buscar aquello que les hace sentir más felices, completos y suficientes. ¿Qué limitaciones te impiden ser feliz? ¿Qué sí o qué no, ponen aunque sea un poco, a prueba tu zona de confort? (Me encantaría leerlo en los comentarios).