27 de septiembre de 2017
Dormir con zapatos, con ropa, con la bolsa colgada. «Dormir».
Cerrar los ojos, abrirlos ante cualquier sonido. Sentir que se me mueve el piso.
Recordar.
Luchar contra lo imposible, lo impredecible, con uñas y dientes, con batas nuevas colgadas junto a la regadera y zapatos en la puerta. Con la mochila de emergencia, con los simulacros. Intentar con cada célula, detener a la tierra, para que no se mueva. Para que no tiemble. Para que no vuelva a sentir aquello que sentí el martes pasado.
Porque sentí que me moría. Sentí, mientras bajaba esas escaleras llenas de polvo, que el edificio en el que estaba se rompía. Con cada paso, sentía que se rompía la escalera. En esos minutos, pensaba que era mi edificio, luego, con tristeza, con muchísima tristeza, me enteré que era la fuerza con la que se movió la tierra.
Después de sentir que me moría, me congelé, me desconecté para no llorar, me entregué a ayudar con todo y todos lo medios posibles, empaqué mis cosas y me fui a «tierra firme». Apenas hace dos días regresé a mi casa. Las olas de pánico van y vienen en mi piso 5. No puedo dejar de ver el reloj cerca de la una y sentir que se sume el estómago. No puedo dejar de pensar en el miedo que sentí. No puedo evitar dormir con zapatos. Hace dos noches volví, y hace dos noches que duermo vestida. «Duermo».
Siempre he sabido de manera muy intelectual lo vulnerable que soy, que somos, siempre he pataleado ante la incertidumbre, ante nuestra finitud. Nada como una buena sacudida para recordar que esto que llamo vida, es prestada, mía y de mis hijas, de Toño. Nada como una buena sacudida, para despertar en mi una infinita sensación de impotencia, de miedo, de quiero seguir aquí.
Ya no quiero dormir con zapatos. Tampoco quiero que tiemble. Quiero, como le hacían las abuelitas, poder decir, Dios: me pongo en tus manos, y soltar. Pero no puedo, Espero que pronto pase esta sensación de pánico. Quiero poder dormir otra vez. Quiero enseñarle a mis hijas a recibir el día y vivirlo y no a patalear la despedida. Después de todo, ¿qué nos queda?