25 de febrero de 2016
De acuerdo a los expertos de la salud emocional, la definición de felicidad es: un estado prolongado de bienestar en el que pareciera que no pasa nada. No hay grandes altas, pero tampoco grandes bajas. Esa definición me decepciona, me parece tibia, me quita las ganas de ser feliz. ¿Seré como esa gente que pareciera no poder disfrutar?, ¿cómo esas amigas desgastantes que siempre tienen algún problema?
Pienso en Toño; tan capaz de disfrutar todo, de estar en donde está tanto física como mentalmente. Lo bien que me hace sentir, lo fácil que es hacerlo reír, lo raro que es oírlo quejarse, lo satisfecho que está con sus logros, con su vida. Debe ser lo máximo sentirse así.
Vienen a mi mente esos momentos provocados por mi naturaleza inconforme, anarquista y voraz. La libertad que me compré trabajando desde los catorce años: asistente de oficina, chambitas, rifas, negocitos, vendiendo shots de tequila. Los dos meses que pasé en la playa con tan solo tres mil quinientos pesos en la bolsa. La gente a la que he querido, con la que he peleado. Mi breve incursión en el cine, el teatro, la política, la arquitectura, la música, la publicidad, las ventas y ahora, la escritura. La desazón, las carcajadas, la impotencia, la satisfacción, el agotamiento, la más pura y condensada alegría.
Me doy cuenta que no he sido feliz. Probablemente nunca vaya a serlo. No todo el tiempo, o de acuerdo a la definición de los expertos.
Quiero ser feliz, me da curiosidad vivir a ese ritmo, despacito. Vivir días ordenados, saborearlos, disfrutar el confort de la rutina. Se me antoja, como se antoja un chocolate caliente con churros. Pero a la mera hora lo que me compro son unas papas bien picositas, con harto limón. Me las como de una sentada, mientras se me hacen los ojos chiquitos, me chupo los dedos y hasta me salpico un poco la blusa. Me arde la boca, me quema la lengua y me da dolor de panza.