24 de mayo de 2016
Una de las cosas que más trabajo me ha costado aceptar en este rollo de ser mamá, es el concepto de que se vale equivocarse, que los hijos no se rompen, que una mala tarde, una reacción equivocada, no hace la relación.
Como mamá de dos mujeres que se llevan menos de 2 años, estoy más que acostumbrada a las peleas, la rivalidad, los celos. Creo que más o menos he logrado minimizarlo procurando no comparar, no obligar a «ser amigas», creando espacios individuales (físicos) y emocionales (escapadas 1 on 1). También estoy acostumbrada a que son niños, a que lloran por tonterías como que le embarré ‘al revés’ la crema de cacahuate al pan.
Pero esta semana, ha sido más difícil. El mejor amigo de Lucía (de maternal a K2), se va este domingo a vivir a otro país. Aunque Lucía no dice nada específico, solamente lloró cuando le dimos la noticia y el día que le hicieron la despedida en la escuela. Pero está sumamente sensible, enojona, llora por todo, y pegando, pegando, pegando.

Ayer, después de una tarde padrísima en la que ‘hasta jugué’, porque sabrán que me encanta estar con ellas, pero no soy nada de jugar, soy más de hacer manualidades, bailar, salir al parque, pero no de sentarme a jugar. En fin, después de una tarde en la que me puse estrella, doble moño y demás, de un minuto a otro, Lucía enloqueció, empezó a pelear a pegar, a gritar. Y lo lleve bien durante media hora, el problema fue, que tenía un evento, tenía que salir de la casa y no me animaba a dejarla así. Entre la prisa mental de «ya no llegué», la desesperación de los golpes, gritos y malos humores, se me chispó.
No fue demasiado, pero si fue, le grité horrible de regreso, le dije dos o tres cosas infantiles tipo «me arruinaste mi plan», «a la siguiente yo te arruino el tuyo», etc. etc. horrible, infantil, agresiva, mala onda. Con el resultado, de, en efecto, una niña que cambia de agresión a llanto. A pedirme perdón. De esos perdones que saben horrible, porque no nacen de que vieron que fallaron, nacen de un pánico a perder a su mamá. De ansiedad por reparar. No les puedo decir cómo se me hizo el corazón. Inmediatamente me vi, frené, y lloré. Le pedí perdón por hablarle feo, por lastimarla, le dije que no me gustaba que pasaran estas cosas y nos abrazamos.

No sé si le pase a todas las mamás, pero a mi me pasa que me siento chinche como por tres días cuando me sale el diablo. Siento que de grande va a recordar horrible su infancia. Siento que me va a tener miedo. Que se rompió la confianza. Siento que perdí lo más por lo menos. Sí no llegué al evento, fui, pero llegué 1 hora tarde, ¿y qué? Me siento fatal, me doy de topes. Luego me acuerdo que así no es la relación, que es humano equivocarse, rebasarse, que parte de lo que, aunque doloroso, tienen que aprender las niñas, es que todos tenemos límites y botones, que si los picas, las personas reaccionan. Que el cariño no se pierde ni en el peor de los pleitos. Y que siempre, siempre, se repara. Pedir perdón, picar Stop, eso es lo importante.
Como dice Ana Serrano en su libro de 3-6 años, lo que deja marca es la repetición. Estos ‘errores’ aislados, no merman, claro que no gustan, y la idea es minimizarlos y aprovechar la maternidad como esta increíble oportunidad de madurar, de vernos en espejo y crecer. Pero me da paz acordarme que nuestra relación, que el vínculo no está hecho de 1 encuentro, de 1 mala tarde, sino de miles de momentos, detalles y cositas que se van tejiendo día con día.
¿Cómo le haces para tomar un respiro en media tormenta? Todos los tips y estrategias para manejar ratos difíciles son bienvenidos.