22 de junio de 2016

Hace tres semanas cambié de terapeuta. Con el cambio de exorcista cambiaron los demonios. ¿Su veneno? Hablar de Paulina, mi hermana muerta. Sesión uno: conocer mi historia, mi familia, mi presente. Sesión dos: estudiar el que a sus ojos, es uno de mis nudos. Paulina.

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Paulina ¿es? ¿era? Mi hermana mayor. Un concepto ‘raro’ pues nació, entre otras cosas, sin pituitaria, así que nunca pasó del metro de altura. A los 5 años la rebasé física e intelectualmente. Compartimos 11 de sus 15 años de vida. Mi compañera de recámara, de papás, de papas y de juego.

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Paulina es la hermana que tuve, que escondí, de la que mucho tiempo no pude hablar y ahora, mi tema de terapia. Sara, mi nueva loquera, insiste en repetir la frase Paulina está muerta. Paulina está muerta.

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Paulina: está muer-ta

Al principio eran palabras huecas. Con el paso de los días, la frase, ahora pegada en mi cabeza, se transformó en una especie de chapopote que me baja a la garganta, al pecho, al estómago y al corazón.

Paulina está muerta.

Lleva tanto más de muerta que de viva, que siento que perdí el derecho de decir que existió, de sentir que la perdí.

Dice Sara que está muerta, pero que no se ha ido, que sigue viva en mis miedos, en mis culpas, en los hilos que nos unen como familia.

¿Cómo puede ser que un muerto ya no esté pero nunca se haya ido?

¿Cómo puede ser que un muerto nunca se haya ido pero nadie se haya dado cuenta?

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