22 de febrero de 2017
Estas últimas semanas dieron grandes pasos mis changas. Empezaron a bañarse solas, a recoger juguetes sin que les tenga que decir (un par de veces solamente, pero me sabe a gloria) y Lucía se va con un par de amigos al club. Van acompañados, con una mamá que conozco y quiero, pero es un plan en un lugar público, que su amigo conoce bien y supongo andarán contenidos pero sueltos. ¡Muero del nervio! dije que sí, porque no quiero decir que no, porque siento que o empiezo a hacer condición o a los 12 me voy a morir de la angustia, y a los 16 y a los….
Me da toda la ilusión del mundo que vayan cruzando puentes, pasando etapas, pero qué difícil se me hace dejar ir. Me imagino que no se pone bien el cinturón, o se escapa o se pierde, o se pega, o se ahoga, me atropellan imágenes feísimas, no quiero vivir así. ¿Cómo le hacen las otras mamás? ¿Cómo le hacen para no pensar que se les chispa un hijo? Tampoco quiero transmitirle esta ansiedad a Lucía que ayer cuando le daba los consejos de «Por favor, gracias, no te separes del grupo, etc. etc.» la pobre empezó a llorar preocupada de que yo no iba a estar. Claro que hoy en la mañana estaba emocionada y olvidada de la angustia.
«A los hijos hay que darles raíces y alas» dice una frase, frase que escribí en su recamara, más para mi que para ellas, más para mi que para nadie. Una forma de recordarme que son prestados, que duro.